Nuestras primeras hermanas Clara del Grao, Francisca de las Llagas de Alcalá, Serafina de Benaguacil y la novicia María de los Desamparados de Sueras que fallecieron contagiadas asistiendo a los enfermos del cólera al comienzo de nuestra historia, fueron “mártires de la caridad” entregando su vida por el prójimo y, más tarde, nuestras Hermanas Rosario de Soano, Serafina de Ochovi y Francisca Javier de Rafelbuñol, fueron “mártires de la fe” en la guerra española. Después de ellas, otras hermanas, a ejemplo de Jesús y otros santos, no temieron poner en peligro su propia vida con tal de cuidar la de los demás.
En el mes de noviembre de 1985, el Nevado del Ruiz, un volcán aparentemente dormido ubicado en la región del Tolima (Colombia), se despertó de su letargo y en breve tiempo arrojó una avalancha de aguas caudalosas provenientes del deshielo de las nieves que lo cubrían, junto con ceniza y barro, que enterraron para siempre la pequeña ciudad de Armero donde teníamos una comunidad y un Colegio. Frente a la amenaza preanunciada, las hermanas decidieron no salir y quedarse entre su gente para acogerlos en su casa en el momento del peligro. Pero el río de lodo que bajaba rápido de la montaña, arrastró todo: la hermana Bertalina Marín y la novicia Nora Engrith ramírez quedaron sepultadas para siempre en el cementerio en que se convirtió Armero y la hermana Julia Alba Saldarriaga falleció más tarde por las heridas que le provocó el contacto con el barro ardiente. Como a nuestras hermanas de la primera hora, las consideramos “víctimas de la caridad” en la entrega al prójimo.
Dos años más tarde, en el mes de julio de 1987 nuestra hermana Inés Arango, misionera entre las tribus indígenas de la selva amazónica del Ecuador, perdió la vida, junto con el misionero capuchino y Obispo Mons. Alejandro Labaka. Animados por su gran ardor de anunciar a Cristo, en uno de sus viajes para entrar en contacto con una tribu más bien cerrada en su cultura y que además había desarrollado una cierta agresividad contra los extranjeros de las compañías petroleras que estaban invadiendo sus tierras, los dos misioneros murieron alanceados por los indígenas. Mons. Labaka y la Hna. Inés, no fueron mártires de la fe pero sí testigos y mensajeros del amor de Dios para los indios Tagaeri.
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