NOVIEMBRE 2020
Hna, Estela Aldve TC
El día 2 de noviembre celebramos el día de los difuntos, fecha en la que todavía sigue siendo costumbre entre nosotros ir a los cementerios.
El duelo es un ritual de fortísimas raíces antropológicas, presente en las sociedades y culturas de todos los tiempos y latitudes, y que en buena medida responde a las necesidades de los vivos: los vivos que tienen que afrontar sus propios miedos y un futuro no fácil con ausencias.
Al contrario de lo que sucedía en el mundo de Jesús y del cristianismo primitivo, nuestra sociedad occidental intenta ocultar o maquillar el hecho de la muerte; pero ésta, lógicamente, sigue ahí. Más ahora, en estos meses de pandemia, en los que todos, de repente, nos sentimos enormemente amenazados, temerosos, desorientados. Los evangelios nos presentan con bastante frecuencia y claridad realidades de enfermedad y muerte. Relatan varios episodios en los que Jesús se encuentra ante una familia o grupo en duelo: así la viuda de Naím que ha perdido a su hijo (Lc 7,12-16), Jairo a su hija (Mc 5,22-24.35-43) o Marta y María de Betania a su hermano Lázaro (Jn 11,1-44). No podemos tampoco olvidar la desolación y el duelo de discípulos y discípulas de Jesús cuando él mismo muere en la cruz.
Los textos son enormemente ricos en detalles y todos han sido escritos después de la Pascua, tras la experiencia de la resurrección. Voy a resaltar algunos de esos detalles a partir del relato de la viuda de Naim. La madre reconoce la muerte de su hijo y hace duelo por él, y no lo hace sola, sino acompañada. Esta madre llora. Jesús está atento a lo que tiene alrededor, la ve, deja que se le muevan las tripas (traducción del verbo griego splagnítzomai), y le dice “no llores”: el tiempo del llanto ya ha llegado a su fin. Las lágrimas son necesarias pero no son para siempre. Jesús invita a seguir adelante. Jesús invita a confiar en que la muerte no tiene la última palabra. El hijo seguirá unido a su madre (“se lo entregó”), aunque de otro modo.