“Orar siempre y sin desanimarse”

Para acercarnos al misterio de la palabra proclamada en este domingo, nos ayudará recordar que Jesús se está acercando a Jerusalén, al lugar de su tránsito, al tiempo de su pasión, a la hora de su muerte.
Esta composición de lugar nos permite situar en un contexto adecuado la instrucción del Señor acerca de la perseverancia en la oración: “Orar siempre y sin desanimarse”.
Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñase a orar, él les enseñó palabras esenciales para dirigirse al Padre del cielo: Padre nuestro, santificado sea tu nombre…
Entonces no era necesario hablar de perseverancia en la oración, pues Dios es siempre nuestro Padre, su nombre ha de ser siempre santificado, la venida de su reino ha de ser siempre deseada, lo mismo que siempre deseamos ver cumplida su voluntad: Si permanecemos en la fe, perseveramos en la oración.
Cuando en el evangelio nos encontramos con aquella oración de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”, tampoco allí se habla de perseverancia en la oración, pues toda exclamación agradecida, también la de Jesús, tiene su tiempo, como lo tienen la alegría de la fiesta, el asombro ante algo que nos sorprende, el entusiasmo nacido de la admiración. Admiración, sorpresa y fiesta son realidades enmarcadas en tiempos cuya naturaleza no pide la perseverancia o la permanencia, sino sólo la repetición, posiblemente periódica y frecuente.
¿Por qué ahora Jesús nos explica cómo tenemos que orar siempre y sin desanimarnos?
Pienso que lo hace porque algunas circunstancias, dentro del discípulo y a su alrededor, lo están empujando a no orar, a no pedir, porque ya antes lo indujeron a no esperar, a no confiar, a no creer…
Jerusalén está cerca, está muy cerca el escándalo de la cruz, muy cerca la huida y el miedo y la tristeza. Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque el adversario se ha hecho fuerte, los pobres necesitan justicia, y la oración de los elegidos de Dios es un grito que resuena en el cielo día y noche. Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque el pueblo de Dios está amenazado en su propia existencia, porque se ha hecho necesaria la lucha, y ésta va a ser, no sólo prolongada en el tiempo, sino también perturbada con inquietantes alternativas de victoria y de derrota. Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque las manos del orante se han hecho pesadas, y es tarea penosa mantener en alto los brazos.
Levanto mis ojos a los montes, levanto mis manos a lo alto, levanto mi corazón hasta el Padre, hasta el Señor que hizo el cielo y la tierra. Con el salmista hemos confesado la fidelidad del Señor: “El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha… el Señor guarda tu alma ahora y por siempre”; si confesamos siempre la fidelidad del Señor, oramos siempre; y si oramos siempre, confesamos siempre su fidelidad. Y así, mientras nuestra fe confiesa que él está siempre a nuestro lado, nosotros nunca nos desanimamos. Con Jesús, escuchando su palabra y comulgando su cuerpo, deseamos perseverar hasta el fin en la oración de la fe, prolongar en nuestra vida la entrega de su obediencia, comulgar, junto con su palabra y su cuerpo, su abandono filial en las manos del Padre: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya… Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen… Padre, a tus manos encomiendo mi vida…
Ahora ya sabemos por qué se nos habla de la perseverancia en la oración: Porque necesitamos auxilio, porque la injusticia nos rodea, porque la muerte nos acecha, porque el peligro se ha hecho tan cercano que la oración se nos ha vuelto un grito que dura día y noche.
Ahora en nuestro corazón resuena la voz del Espíritu, las palabras del salmista, la confianza del Hijo: Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia…
Mientras creemos, oramos; si perseveramos en la esperanza, perseveramos en la oración; si por la fe, la esperanza y el amor permanecemos en la palabra de la Escritura que hemos aprendido y en la comunión con el cuerpo del Señor que se nos ha confiado, también permanecerá en nosotros la oración del Señor, la verdad de su entrega, su obediencia filial.

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